Estoy en contacto con la costura desde que nací. Mi madre trabajó muchos años en una fábrica como costurera, trabajó estando embarazada de mí hasta casi el día del parto. Luego abrió un taller de costura en casa y yo me crié entre hilos y telas, cosiendo a mano la ropita para mis propias muñecas con los retazos que a ella le sobraban.

Cuando mi padre enfermó, mi madre decidió cerrar el taller para ayudarlo en su comercio. Cuando mi padre falleció, ella se quedó con el kiosco y no pudo volver a su oficio. Así, las máquinas de coser quedaron abandonadas en casa hasta que llegué a la adolescencia y quise aprender a usarlas para poder hacerme mi propia ropa. Mi madre no quiso enseñarme, quería que yo estudiara en la universidad,  yo, en mi rebeldía y sólo por llevarle la contraria, al terminar el liceo me anoté en la UTU de corte y confección para estudiar por mi cuenta.

Nunca imaginé que ese acto de rebeldía me llevaría hoy a vivir de la costura, enseñando este arte año a año a nuevas entusiastas y volviendo realidad los sueños de tantas bailarinas en forma de trajes para la danza. No me arrepiento de haber desobedecido a mi madre y haber perseguido este capricho, hoy en día no me imagino haciendo otra cosa que no sea coser, hacer magia con las manos, ejercer la alquimia de transformar telas en atuendos que hacen felices a quienes los usan.